lunes, octubre 17, 2005

MATEO MANAURE: ENAMORADO HABITANTE DE LA VIDA




Me siembro en tus suelos cada día, para vencer la tristeza. Navego en tus ríos para salir ilesa de tanta sequía. Hago residencia en las estelas de luciérnagas que incendiaron tus pinceles para espantar las sombras. Me sumerjo en tus azules para reinventar la ilusión. Me deslizo entre tus sepias para recorrer el camino inverso al pan. Y miro como los colores se derraman fuera del lienzo para dibujarle travesías de amor a las pupilas de los niños que se los llevan consigo para volar con ellos sus papagayos en los mediodías.

Eres un enamorado habitante de la vida, Mateo. Tal vez porque nunca has roto el vínculo con la tierra, el paisaje, las aguas y las piedras, las hojarascas y las raíces de los árboles. Sabías que en su interior podías aprender más del corazón del hombre que en la devastadora historia de la que se ha empeñado en ser actor. Allí descifraste los códigos vitales de la naturaleza y supiste que en ese dominio la vida corre libre y raudalosa hacia el asombro. Y tomaste entre tus manos la esencia de la que estaba hecha y la trasmutaste en color y en movimiento que se disemina entre el lienzo, como una danza floral.

Tal vez intuías que allí estaba la señal que había que rescatar en medio de un mundo que ya carece de ojos para ver. Como reconstruir el tiempo primigenio en el cual el planeta se preparaba para recibir a su residente mayor. Cuánto trabajo había realizado para que las hormigas hubiesen aprendido ya a recorrer sus caminitos de invierno. Y las chicharras a desvestirse de su traje primero. Y a los cocuyos recoger en el viento el fuego que las haría relumbrar. Para que cuando se irguiera por primera vez sobre su risa, pudiera prodigarse con un paisaje hecho de estallidos solares y explosiones cósmicas.

Detenido en el asombro, el hombre alcanza la dimensión del infinito. Su mirada contiene cualquier horizonte y su alegría es como si manaran de ella fogatas iridiscentes. Tú nos devuelves a ese tiempo y a ese momento. Pero no para hacer en tus lienzos estación pasajera, sino para convocar a convertirnos en artífices de nuestro propio paisaje interior. Nunca te quedaste en tus telas.

Pero allí te tienen atrapado como si de sus visiones no salieran palabras como ríos de mariposas para despertar al hombre de su letargo de muerte y destrucción. Le pusieron cuerdas a tus alas para que no salieran tus cometas por las ventanas. Etiquetaron tu conmovido corazón de azulejo, para que no se viera el hilo de vida que se te escapaba por las aristas de un cubo, que sólo daba la medida exacta de una línea sin término. Le colocaron marcos a tus sueños, para que no amanezcan vestidos de futuro.

Por eso, Mateo, en estos tiempos turbulentos, te desato. Devuelvo tus colores a donde pertenecen, al rubor de los campos, al estampido del viento, a la humedad de los surcos, a la estatura de los árboles, para que de allí regresen a hacer residencia de verdes donde sólo hay silencio, a construirle recintos violetas a los suspiros, a edificarle vasijas naranja al dolor que duele de sepias.

Tal vez algún día queden recogidos en las pupilas de los niños que serán. Entonces, habrá que ir al encuentro de los rostros para hacer el hallazgo de tus lienzos. Y tú habrás recobrado para siempre lo que te hace eterno en la eternidad de la alegría del hombre.

Mientras, Mateo, la tristeza atenaza los días sin que la pena que se alberga entre las palabras buscando sonoridades inéditas, encuentre aún su cauce melodioso. La muerte parece ir minando hasta la cresta de los montes. Las aguas dejan de dar de beber, para ir a recobrar sus territorios usurpados. El fuego ya no tiñe de púrpura los atardeceres sino que se vuelve disparo. Y el hombre, que dejó de verse en el espejo de las estrellas, en el pozo de luceros del que está hecho, devino en sepultura y en sepulturero.

Como si ya no cupiera sobre la tierra la herida del hombre, ni el grito que la contiene, ni el desahucio, ni la hondura de todo lo que le quiebra la vida. ¿Será, Mateo que habrá que apagar las palabras, pintar de negro los lienzos, silenciar los adagios, cerrarle las ventanas al sol, hasta que venga de regreso, en el corcel del viento, otra vez, el estallido que despierte al hombre a su condición y oficio de jardinero mayor?


Mery Sananes
18 de octubre del 2004

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