lunes, marzo 05, 2007

PIO TAMAYO A 109 AÑOS DE SU NACIMIENTO




Este cuatro de marzo se cumplen 109 años del nacimiento de José Pío Tamayo (1898-1935), aquel joven tocuyano que emprendió una difícil y desigual batalla contra la injusticia y la desigualdad, plasmada entonces en la tiranía de Juan Vicente Gómez. Pero no perteneció a quienes aspiraban deponer al tirano para ocupar su puesto y prolongar el gomecismo sin Gómez, que aún reina en estas tierras.

Fundó escuela de idealidad avanzada, introdujo en el país el pensamiento marxista, a sabiendas de que sólo una acción creadora y de proyección porvenirista podría colocar al pueblo como actor principal de una historia distinta. Su concepto de revolución estaba muy lejos de ser un clisé o un instrumento para nuevas domesticaciones.

Sus ideas rescatan ante todo la humanidad de un hombre por construir, y la esencia de una historia por hacer.

Y por ellas fue primero exilado y luego detenido y condenado a muerte en el Castillo de Puerto Cabello, tras leer su poema Homenaje y demanda del indio, en las jornadas de febrero de 1928. Un canto a la libertad, el primer manifiesto antigomecista, una convocatoria a la juventud para levantarse contra quienes han cercado las alas titiriteras del hombre y de la vida.

El crimen y el silencio que le fueron impuestos desde entonces, no ha cesado. Esta cátedra que lleva su nombre, fundada en 1983, ha rescatado tres volúmenes de sus obras y ha diseminado su pensamiento y acción por todos los lugares, con la esperanza de que germinen alguna vez en la nueva historia que tenemos el deber de conformar.

El texto que sigue, lo leímos en la Casa de la Cultura, en su pueblo natal El Tocuyo, al celebrarse en 1998 los cien años de su nacimiento. Lo reproducimos con la ilusión de que sus ideas prendan como alta fogata en estos tiempos de trampas, mentiras y destrucción.


PIO TAMAYO RENACE CADA VEZ MAS
VIVO Y MUSICAL


Vivir es como cavar un pozo hondo y profundo, desde el centro de la tierra, en dirección hacia la luz. En ese duro y difícil trayecto hay que tener la persistencia del minero para inventar el color en el interior de los muros y construir el arcoiris de la lluvia en una sola y diminuta gota de agua. Hay que aprender a descifrar en las piedras, el bosque de soles que nace de sus mágicas aristas. Pero sobre todo, hay que saber distinguir en la oscuridad los hilos de fósforo que manan de un carbón aún por encender.

¿No fue ese acaso el peregrinaje que Pío inició hace cien años, en un solar iluminado de caricias, para derramar toda su rebeldía sobre las tierras áridas de su Tocuyo, como quien excava pozos artesianos, hasta alcanzar el cauce acuático que moje las laderas, con el sueño de ver insurgir la espiga azucarada de la caña? Pío nació, entonces como hoy, para inundar los pueblos con la luz centelleante del porvenir, enraizado en su estirpe jirajara y adherido por humana solidaridad a sus hermanos obreros, campesinos, jornaleros y transeúntes del vivir.

Y en el espejo de la grieta adivinó su metáfora poética, su compromiso militante, su promesa floricultora. No fue fácil ni sencillo su camino, porque el asombro lo iba deteniendo a orillas de las veredas, enamorado de las hojas, de los pájaros y de las orugas. Y debía sustraerse a la magia infinita de lo que vive en armonía, para ir a acampar en el rostro triste de los hombres que no tienen risa, ni mesa, ni pan compartido, sino las horas largas del trabajo duro. En su interior, la palabra iba destilando mieles como si la maquinaria de su corazón fuese un ingenio. Pero sabía que en la boca llevaba el amargor de las batallas perdidas, de las ilusiones quebradas, de las derrotas compartidas. Como si no bastara encender el candil del amor, para que se hiciera mediodía sobre las noches de los pueblos tristes.

Pío fue así naciendo cada día, en cada paso, hacia el nacimiento mayor de los hombres que perduran a través del tiempo y el espacio, como un papagayo multicolor cuyo estambre está prendido de las constelaciones más lejanas. Desde allí observamos sus signos un día, y desciframos su código maestro para regresar cada cien años, con su misma ofrenda de entrega y ternura que dejó esparcida por los territorios donde la muerte quiso sepultarlo.


Vivir es vestir el traje de la tristeza, cada día que las tempestades horadan las empalizadas de las nubes y cada vez que las hojas emigran de sus tallos, para emprender el camino hacia una primavera que aún no llega. Es aguardar pacientemente la hora en que el sol cruza la línea de los encantamientos, para regalarnos un crepúsculo de violetas. Y es apurar el paso para alcanzar el andén de la esperanza, que espera ansiosa el vagón de los suspiros.

¿Y no fue acaso Pío un empedernido viajero en el tren de los infortunios, desde donde iba tejiendo relatos maravillosos y versos musicales que parecían ascender hasta los copos de los árboles para desde allí estallar en polen por todos los surcos? A Pío le tocó elegir una y otra vez, entre lo dulce y lo amargo, entre la melodía de los ríos que no cesan y el tajamar de los océanos sin mapas. Entre el cálido abrazo de Rosa Eloísa, vestida de jazmines y azahares o la estampida por las trochas que conducen a la libertad. Entre su afán de labrar su nombre en un medallón y la decisión de entregarse a la hazaña de lo que será. No se equivocó Pío, ni fue en vano su recorrido de destrozos y sinsabores. Dejó grabado en el centro de la historia, la esperanza de los pueblos que habrán de liberarse de todas sus ataduras.

Quiere decir todo esto, que vivir no es un oficio fácil ni ligero, sino que se va haciendo en el andar de los sentimientos que no se quiebran por los vendavales. Vivir es transitar el territorio de la muerte con un manto de hierbas frescas, sin ser sepultura ni sepulturero. Es atrapar el vuelo inquieto de un colibrí desde el observatorio de un espejo invertido. Y es ejercer esa fidelidad al corazón que nos hace invencibles ante las derrotas que otros nos inventaron. Así Pío fue viviendo su renacer, cada vez que el golpe seco hacía amagos por detener el ritmo de su vuelo incansable e infinito. Así fue desgranando sus lecciones, no en las palabras altisonantes del que nada tiene que decir, sino en el tono de los salmos que predican los porvenires.

Así elevó el vuelo de su papagayo para herir la tiranía, aquel febrero de 1928, y luego lo trenzó entre las piedras de los muros de la muerte, para convertirlo en un caballito de mar, por el cual se iba al galope de la revolución radical que anunció como la clave de los tiempos que vendrán. Así aprendió a ovillar el dolor de su pecho maltrecho y socialista donde la tisis pirograbó su canción de eternidad. Burló a sus carceleros, por los senderos donde el rayo de luz desciende como un tobogán sobre el dintel de las entregas. Y fue abriendo estafetas en todos los espacios donde reina la injusticia.

Vivir, para Pío, es distinguir entre todas las rosas, la flor única que habita nuestros sueños, aromando de ternura las estancias donde se forjan las batallas. Abrir generosa las manos olorosas a miel y a jazmín, para dibujarle sonrisas a los desvalidos y los desahuciados. Verter el tarro eterno de las aguas más puras sobre cada uno de los espacios donde reina la sequía. Nunca detenerse en las ojivas de las puertas que atesoran desmemorias, ni regocijarse en el tropel de guijarros que mueven los ríos cuando se quiebra la risa. Para Pío vivir es algo mucho más simple y complicado. Es poner en movimiento la gran maquinaria del asombro, para advertir la armonía del viento cuando pasa tocando los cañamelares como si fueran diminutos laúdes, escanciadores de música, para no secarse como una rama que ha perdido su savia en el holocausto de las hachas.

La vida, para Pío, no es vida porque vivió, sino porque aprendió a no morir a cada paso, de tanta muerte que lo acechó, de tanta mortandad que le impusieron, de tanto querer encerrarle en círculos las líneas que navegan hacia la plenitud de lo vivido. La vida fue vida para Pío porque logró moverse al ritmo de una creciente de rosas, mientras dejaba pasar inadvertidos los ejércitos de depredadores que rondan interminablemente quebrando follajes, cuando aún no han nacido las orillas de los verdes. Por eso puede renacer cada vez, más vivo y musical.

Su decisión está grabada en los pliegues de los párpados que lloran caramelos y en las articulaciones de las manos que moldean los cántaros que dan de beber a los transeúntes de los pozos donde nacen los destellos más hermosos del vivir. Por ello, a cada cual su vasija de mieles, su equipaje de días, su hondonada de penas. A cada cual su aluvión de floreceres, su amarizaje de líquenes, su estampida de polvo aglutinado. A cada cual la ocasión de ser fragua y martillo, o de ser piedra fundida en los fuegos fatuos de los rayos que cesan.

Pío nos enseñó que estamos hechos para dibujar sobre la brisa la más hermosa de las sinfonías y que sin embargo, somos sólo un fragmento de canción rota que busca ser piedra, para nacer de nuevo en el vértice de un carbón diamantino y eterno. Es nuestra la elección de cavar el pozo a la inversa o de quedarnos en la superficie, deslumbrados por los esplendores rutilantes de lo fatuo y lo fugaz. Vivir es entonces cabalgar sobre un hilo tenso que atraviesa acantilados para ascender, desde el dolor, hacia los crescendos de un coral magnífico y centelleante, aprendiendo a recorrer los abruptos terraplenes del mundo, sin que se agote nunca el manantial infinito del amor.

Y por ello, por haber vivido, puede Pío, en este marzo, renacer en los farolitos de la plaza, en la risa de los niños, en el vuelo de los cometas, en el regazo de Clementina, en la esperanza de los hombres puros y sencillos de corazón. Y renacer una y otra vez, cada cumpledía, en el tiempo de las insurrecciones que aguardan a los pueblos, hasta que la vida anónima y colectiva, fraterna y solidaria, abierta y generosa, florezca como una enredadera sobre toda la faz de la tierra. Sólo entonces Pío regresará a su residencia de nubes, a su aguacerito de plata, a su solar de embusterías, a describir el arco mágico de la poesía que mana del amor de los dioses que velan por la vida, por siempre y para siempre amen.

mery sananes

Casa de la Cultura de El Tocuyo
28 de marzo de 1998


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