Estrada afirmó que Venezuela es un país de cómplices, debatimos sobre la dimensión y profundidad del fenómeno (ABM, Pedro Estrada Habló. Caracas, UCV, 1983). El exdirector de la Seguridad Nacional contaba con un abundante archivo para demostrarlo.
Casi 60 años antes, en el Castillo de Puerto Cabello, Pío Tamayo afirmaba: todos somos culpables, por acción u omisión, todos somos responsables de lo que aquí ocurre. (Carta a un amigo mío. Caracas, CPT-UCV, 1997).
Y a lo largo de nuestra llamada historia republicana hemos presenciado el avance del binomio desafuero-complicidad. El poder, en buena parte de sus expresiones, hace gala del abuso, la fuerza, la prepotencia, la ilegalidad sin que eso le acarree mayores consecuencias.
Por lo general no hay quien reclame. Porque el grueso de las manifestaciones políticas que conforman la o ‘las oposiciones’ tiene como objetivo no reemplazar sino darle continuidad al respectivo poder.
Las propuestas de cambio pretenden erigirse sobre el fracaso de sus antecesores, no para transformar la realidad sino para apoderarse de ella. Los males y padecimientos siguen en pie, pero nuevas mentiras-trampas se conforman para hacer creer al colectivo que participa en una transformación que en nada le corresponde.
Pío Tamayo insistía mucho en este aspecto. Estaba consciente de que muchas fuerzas antigomecistas sólo buscaban suplantar al tirano, como en efecto lo hicieron, y no producir una nueva realidad.
Los antagonismos, en consecuencia, poco tienen que ver con una base ideológico-pensamental propulsora de una nueva visión del país-nación, aunque así lo parezca y lo pretendan hacer ver quienes estudian estos procesos.
Hay una continuidad histórica que no ha sido rota, ni por las seudo-revoluciones del siglo XIX, ni por el acontecer gomecista, el octubrismo, el perezjimenismo ni los ensayos de democracia representativa que llenan buena parte del siglo XX venezolano.
Casi 60 años antes, en el Castillo de Puerto Cabello, Pío Tamayo afirmaba: todos somos culpables, por acción u omisión, todos somos responsables de lo que aquí ocurre. (Carta a un amigo mío. Caracas, CPT-UCV, 1997).
Y a lo largo de nuestra llamada historia republicana hemos presenciado el avance del binomio desafuero-complicidad. El poder, en buena parte de sus expresiones, hace gala del abuso, la fuerza, la prepotencia, la ilegalidad sin que eso le acarree mayores consecuencias.
Por lo general no hay quien reclame. Porque el grueso de las manifestaciones políticas que conforman la o ‘las oposiciones’ tiene como objetivo no reemplazar sino darle continuidad al respectivo poder.
Las propuestas de cambio pretenden erigirse sobre el fracaso de sus antecesores, no para transformar la realidad sino para apoderarse de ella. Los males y padecimientos siguen en pie, pero nuevas mentiras-trampas se conforman para hacer creer al colectivo que participa en una transformación que en nada le corresponde.
Pío Tamayo insistía mucho en este aspecto. Estaba consciente de que muchas fuerzas antigomecistas sólo buscaban suplantar al tirano, como en efecto lo hicieron, y no producir una nueva realidad.
Los antagonismos, en consecuencia, poco tienen que ver con una base ideológico-pensamental propulsora de una nueva visión del país-nación, aunque así lo parezca y lo pretendan hacer ver quienes estudian estos procesos.
Hay una continuidad histórica que no ha sido rota, ni por las seudo-revoluciones del siglo XIX, ni por el acontecer gomecista, el octubrismo, el perezjimenismo ni los ensayos de democracia representativa que llenan buena parte del siglo XX venezolano.
Hoy, las tales propuestas de socialismo siglo XXI, no vienen a ser sino una nueva fachada de la vieja, agotada y perversa realidad que ha dominado esta sociedad desde hace casi 200 años de vida republicana.
Por eso mantenemos que aquí no ha habido oposición entendida en términos de una nueva visión histórica del país. En cada caso ha habido un enfrentamiento permanente de intereses cuyas banderas y formas de acción son materialmente las mismas.
Toda ‘lucha’ se encamina irremisiblemente hacia un acuerdo-pacto-negociación. Esto ha funcionado hasta en los momentos de las grandes y profundas crisis.
Y cada grupo de interés ha tenido su política destinada a comprar sus aduladores y cómplices, capaces de festejar hasta las peores atrocidades cometidas por el régimen de cual son leales y fervientes servidores.
Esta política, que separa la población entre gobernantes y súbditos tiene un contexto histórico en el cual lo humano está enteramente distante de lo divino.
Los gobernantes están en el más alto trono-altar. Todo lo pueden. La vida o la muerte. Mientras el de abajo se debe a la obediencia.
Después que el gobernante-Dios por encima de todas las cosas decide, ya no hay nada que hacer. Es palabra santa del Señor.
Es la historia hecha a imagen y semejanza de un hombre que cree tener en sus manos los poderes celestiales y terrenales. Y con ello la posibilidad de decidirlo todo. Lo que se hace y lo que se piensa.
Todo está dispuesto para que, por la vía de la manipulación y el sometimiento mental y material, se supedite la voluntad del colectivo a la del ‘héroe y salvador’.
Y así la población se acostumbra a cumplir sus mandamientos, a obedecer sus órdenes. Lo siente y entiende como una entidad capaz de suplir las deficiencias y debilidades de la gente del común, el colectivo.
El gobernante necesario, indispensable. De allí no hemos salido en casi 200 años que nos separan del 19 de abril de 1810. Seguimos en la senda del positivismo.
Y en general la política no se separa de ese molde. De allí que nos encontremos como perdidos en un círculo que nos conduce exactamente a las mismas partes.
Hoy ni el marxismo, con o sin leninismo, se separa del rasgo personalista-positivista que hace del hombre-historia la mayor condena de las sociedades obligadas a hundirse cada vez más en la sumisión y la infelicidad.
¿Seremos acaso capaces de crear una perspectiva diferente que ponga su acento en la ruptura con ese pasado de sometimiento y convoque al colectivo a asumir su responsabilidad histórica al margen de todo César? ¿O seguiremos empeñados en la fórmula de escoger, avalar y justificar nuevos césares?
¿Consolidaremos otro socialismo cesarista? ¿O nos decidiremos al fin a avanzar hacia nuevos derroteros? abm333@gmail.com
Por eso mantenemos que aquí no ha habido oposición entendida en términos de una nueva visión histórica del país. En cada caso ha habido un enfrentamiento permanente de intereses cuyas banderas y formas de acción son materialmente las mismas.
Toda ‘lucha’ se encamina irremisiblemente hacia un acuerdo-pacto-negociación. Esto ha funcionado hasta en los momentos de las grandes y profundas crisis.
Y cada grupo de interés ha tenido su política destinada a comprar sus aduladores y cómplices, capaces de festejar hasta las peores atrocidades cometidas por el régimen de cual son leales y fervientes servidores.
Esta política, que separa la población entre gobernantes y súbditos tiene un contexto histórico en el cual lo humano está enteramente distante de lo divino.
Los gobernantes están en el más alto trono-altar. Todo lo pueden. La vida o la muerte. Mientras el de abajo se debe a la obediencia.
Después que el gobernante-Dios por encima de todas las cosas decide, ya no hay nada que hacer. Es palabra santa del Señor.
Es la historia hecha a imagen y semejanza de un hombre que cree tener en sus manos los poderes celestiales y terrenales. Y con ello la posibilidad de decidirlo todo. Lo que se hace y lo que se piensa.
Todo está dispuesto para que, por la vía de la manipulación y el sometimiento mental y material, se supedite la voluntad del colectivo a la del ‘héroe y salvador’.
Y así la población se acostumbra a cumplir sus mandamientos, a obedecer sus órdenes. Lo siente y entiende como una entidad capaz de suplir las deficiencias y debilidades de la gente del común, el colectivo.
El gobernante necesario, indispensable. De allí no hemos salido en casi 200 años que nos separan del 19 de abril de 1810. Seguimos en la senda del positivismo.
Y en general la política no se separa de ese molde. De allí que nos encontremos como perdidos en un círculo que nos conduce exactamente a las mismas partes.
Hoy ni el marxismo, con o sin leninismo, se separa del rasgo personalista-positivista que hace del hombre-historia la mayor condena de las sociedades obligadas a hundirse cada vez más en la sumisión y la infelicidad.
¿Seremos acaso capaces de crear una perspectiva diferente que ponga su acento en la ruptura con ese pasado de sometimiento y convoque al colectivo a asumir su responsabilidad histórica al margen de todo César? ¿O seguiremos empeñados en la fórmula de escoger, avalar y justificar nuevos césares?
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Doctor Blanco Muñoz: gracias, muchas gracias por compartir ssu pprofundo pensamiento.
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