Si fuésemos a medir la existencia de los países por el dolor y la muerte, ya habríamos tenido que borrar del planeta a muchos territorios en los cuales el sufrimiento ha estado presente como insumo para todas las guerras.
El problema de fondo ni se toca ni se arregla, porque no es el producto de ningún destino cósmico o divino, sino la hechura de los hombres que han tomado para sí la condición de dioses de la historia, mientras que a los otros, a las grandes mayoría dispersas por todos los puntos cardinales de la tragedia, les ha correspondido ejercer y padecer la función de ser los ‘pobres’, los ‘desheredados’, los ‘desposeídos’, cuya única legítima posesión es la carencia.
En este sentido, cuando Pablo Ordaz dice que hoy Haití no existe, nos sentimos obligados a preguntar: ¿y cuándo ha existido? ¿Y para quiénes ha existido? ¿Y dónde se evidencia su existencia?
La existencia de los países, de la gente que habita sus fronteras, no la decide quien vive, trabaja y padece sobre ella, sino quien ejerce su más patético dominio sobre los mismos, quien hace uso y aprovechamiento del trabajo y de las riquezas que esa tierra produce.
Haití, esa media isla, que es como un olvido de la vida, en la cual se ha enastado, por las más diversas vías, la violencia más absoluta contra un conglomerado humano trashumante y desposeído, es la mejor expresión y la medida exacta de la historia que nos han impuesto.
El derecho a la humana condición es algo negado a la mayor parte de la población mundial. Y el progreso, el bienestar, los avances y todo lo demás que podamos enumerar del que gozan y disfrutan los restantes seres, no hace sino denunciar y expresar la terrible paradoja del vivir y la violenta contradicción sobre la que se levanta todo bienestar.
El sismo que ha colocado a ese pequeño país, como lo señala el autor del artículo que transcribimos, en una situación mayor de no existencia, debe ser un motivo más para la reflexión que para la piedad. Hay que auxiliar al hermano, sin duda, pero que no se convierta, como suele hacerse, en un acto de contricción y de ganarle puntos a un cielo inexistente, sino de crear conciencia, de romper barreras y fronteras, de querer avanzar hacia un tiempo de vida y convivencia, que abra las compuertas a un porvenir sin tanta muete, desolación y sufrimiento ilimitado. ms
HAITÍ YA NO EXISTE
PABLO ORDAZ | Enviado especial, Puerto Príncipe 16/01/2010
El País Internacional
Cualquier cifra de muertos es falsa. Para que el número de víctimas del terremoto de Haití se acercara algo a la realidad harían falta dos cosas. La primera es que alguien los hubiera contado, supiera cuánta gente estaba comprando a las cinco de la tarde del martes en el supermercado Caribe o cuántos niños de hasta cinco años durmiendo la siesta o jugando en la guardería Le Petit Prince. Pero nadie lo sabe. Tampoco nadie ha contado cuántos cadáveres han sido quemados ya en las esquinas o cuántos continúan abandonados en medio de las calles -el reportero perdió este sábado la cuenta al llegar a 20 tras la primera media hora de recorrido por el centro de Puerto Príncipe-. La segunda cuestión necesaria es que aquí, en este país antes llamado Haití, hubiese algún tipo de autoridad, municipal o estatal, que tras el seísmo se hubiese hecho cargo de la situación. Pero Haití ya no existe. Su capital sólo es ya un inmenso cementerio en ruinas por el que pasean sin saber hacia dónde millones de personas convertidas en vagabundos.
Ivania y sus dos hijas forman parte de ese ejército silencioso. Al pasar por la puerta de la morgue privada La vida eterna se tapan la nariz con sus camisetas. Seis cadáveres sin siquiera cubrir se agolpan en el garaje sin rejas de la funeraria. Uno más está tirado en plena acera. Después de cuatro días al raso, tal vez sea mejor no describir su estado ni el olor que desprenden. Dicen los vecinos con naturalidad que los cuerpos están ahí porque ya dentro no caben más. Ivette se santigua y relata: "Esta ropa que llevo puesta y estas dos hijas que me acompañan son todo lo que tengo. De mis otros cinco hijos no he vuelto a saber desde el día del terremoto". Cuando se le pregunta adónde se dirige, Ivania responde lo que todos: "No sé. A intentar buscar algo de comida. Hace días que no he probado nada".
Todo el mundo habla del número probable de muertos, del último niño rescatado milagrosamente por un bombero europeo que sale sonriente en los telediarios o de la inminente llegada de Hillary Clinton y de sus 10.000 soldados. Pero nadie habla de esa riada interminable de mujeres y hombre silenciosos que deambulan como sonámbulos por una ciudad que, mal que bien, era la suya. Sabían a dónde dirigirse cuando tenían un problema de tráfico, o de salud, o cuando querían comprar un medicamento o un pantalón para sus hijos. Ya nada de eso es posible. El terremoto se llevó hasta el último resquicio de vida cotidiana. Lo hizo en menos de un minuto, pero con una eficacia mayor que muchos meses de bombardeo. Tampoco están las autoridades. Ninguna. La última imagen del presidente René Preval es la de un hombre que balbuceaba ante las cámaras, sin corbata y con los pantalones sucios, que había tenido que abrirse paso entre cadáveres, eso dijo, y que esa noche, la primera tras el terremoto, no sabía dónde iba a dormir. Pero ya han pasado cuatro días con sus noches y nadie sabe a ciencia cierta dónde está Preval ni quién manda en Haití. Tal vez no se sabe porque ya no manda a nadie. O porque, como dice Bernard, un funcionario haitiano que acompañó al reportero en su recorrido por Puerto Príncipe, "el país ha desaparecido, Haití ya no existe".
Sólo existen cadáveres y gente que anda, y niños rotos que lloran toda la noche junto a la tapia del hotel, fundiéndose su dolor con el sueño, con las imágenes repetidas de los cadáveres sin sepultura. Lo que queda de Haití se resume en los carteles improvisados que, en francés y en inglés, van apareciendo en las calles. Dicen: "Necesitamos ayuda". Pero nadie parece leerlos, porque cuatro días después del terremoto la ayuda internacional sigue siendo una anécdota, gestos de buena voluntad descoordinados, sobrepasados, impotentes. Son dos bomberos franceses llegados de Niza que solos y sudorosos introducen una y otra vez sus cuerpos por el esqueleto de un edificio que ya ha arrojado 20 cadáveres. Son unas enfermeras belgas que hacen lo que pueden ante una avalancha de gente que implora un calmante para sus hijos. La misma avalancha que se agolpa ante la puerta de una base militar controlada por la ONU cercana al aeropuerto. Son personas enfermas y heridas que quieren acceder al hospital de campaña instalado allí. Una mujer con muletas, otra con la cabeza vendada, una tercera apoyada en otra más joven, probablemente su hija. El guarda de la puerta va a dejarles entrar, pero un soldado de la ONU llega entonces, se interpone entre la veintena de heridos y el guarda y grita:
-No deje entrar más heridos.
El del fusil obedece y cierra la puerta. Luego, como si su actitud necesitara de una explicación, el soldado de la ONU dice: "Es que ya no hay más medicamentos". Hasta este sábado al menos, la ayuda internacional sólo era buena voluntad y poco más. Su imagen más gráfica es la de un camión lleno de bomberos de Los Ángeles con sus trajes azules impolutos y sus cascos amarillos relucientes varados en medio de un caos de tráfico, de gente que quiere huir del infierno en autobuses atestados. De un infierno que empezó a perder la calma. Se escucharon tiros en el centro de la ciudad. En una calle que antes era comercial y ahora es el decorado imposible de una película de dolor y miedo.
http://www.elpais.com/articulo/internacional/Haiti/existe/elpepuint/20100116elpepuint_21/Tes