EL ODIO DE DIOS
26 de diciembre 2008
Fue más que evidente que el poeta llevaba una enorme carga de dolor en el César, que traspasaba todo norte hasta alcanzar el Vallejo.
Y como a la hora de los golpes más duros que llevamos en la vida, invocó un ‘yo no sé’ que consiguió en el propio fondo de su ser, y que lo llevó a una especie de explicación. Son golpes tan fuertes, tan duros y profundos, que parecen propinados por el odio. Pero no por un odio cualquiera sino, nada menos, que por el odio de Dios.
Y como a la hora de los golpes más duros que llevamos en la vida, invocó un ‘yo no sé’ que consiguió en el propio fondo de su ser, y que lo llevó a una especie de explicación. Son golpes tan fuertes, tan duros y profundos, que parecen propinados por el odio. Pero no por un odio cualquiera sino, nada menos, que por el odio de Dios.
No hay una instancia más alta de la desesperación que esa que tropieza con el más excelso e increíble de los odios. Desde ese día se sabe que Dios no sólo ama sino que también tiene capacidad para odiar.
Y lo que en ese momento de su grito no puede entender el poeta, tampoco lo podemos comprender los caminantes de este tiempo.
Por ello cuando pensamos el mundo en que decimos vivir, nos sabemos rodeados de dolor, pena, amargura. El destrozo, la negación de lo humano. Una dimensión agotada, perdida o tal vez extinguida. O, desde otra perspectiva, simplemente por aparecer.
Y si fuere así, se trataría de que el mundo de la muerte, de los exterminios y abatidos por todas las fuerzas destructoras, las injusticias y vejámenes, el crimen del hambre o el carcelario, la bomba sólo mata gente o los bombardeos que no se han detenido desde Hiroshima y Nagasaki, no corresponden a la era de la humanidad verdadera sino a la continuación apocalíptica de la destrucción.
Y cuando pensamos este ex país y lo que estamos viviendo se nos opaca el entendimiento. ¿Qué es esto? ¿De dónde surgió tanta carga de odio? ¡Nosotros no somos así! ¿Qué nos pasó entonces para llegar a esta terrible y penosa dimensión?
En verdad, es como si sobre nosotros como sociedad, y en particular sobre su colectivo, haya caído un odio grande, inmenso, aplastante, interminable. ¡Como de Dios!
¿Y cómo arrancarnos tanto dolor, pena y frustración?
El propio Dios tiene que ayudar al colectivo para que adquiera la fuerza y la conciencia necesarias para poner a andar la historia de los auténticos humanos que estarán por encima hasta del odio de Dios.
Entonces se abrirán los espacios de la creación, el tiempo compartido, el acercamiento del amor, los lirios de la libertad, la justicia, el entendimiento. De la belleza que cubre y recubra la humanidad, al fin, terráquea.
Y será en ese tiempo cuando adquiera sentido el estallido de quienes nos declaramos militantes de los días que vendrán.
Y eso ocurre, en definitiva, porque, como apuntamos en nuestro mensaje 08-09 de la Cátedra Pío Tamayo y el Centro de Estudios de Historia Actual: los líricos seguimos a la espera de los capullos que establecen la alegría, en cada uno de los amaneceres, para que los niños de jobo y pan hagan de ella los recaditos de sal, que alumbrarán los suspiritos de amor, en los años en que la siembra se vuelva un dictamen de luz para la coronación del porvenir.
Entonces habremos convertido el odio de Dios en alegría de eternidad y en muralla contra todos los odios mundanales o celestiales.
Esto nos indica que la tarea hoy es descomunal. Y por ello el compromiso tiene que corresponder a la gama de lo interminable. Como el Dios de los sueños de todos los caminos que dejaron atrás todos los odios.
Y conste, que no nos quedaremos en la posición de simples esperadores de Dios, sino que iremos a su búsqueda y a todas las que haga falta para ubicarnos en el camino de un país de humanos y hermanos verdaderos, amantes de la trascendencia, la belleza y la entrega compartida y amorosa. abm333@gmail.com
El Universal, 26 de diciembre del 2008.
Agustín Blanco Muñoz
Agustín Blanco Muñoz
César Vallejo / los dados eternos
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