Esta carta a Pío Tamayo fue escrita hace veintitrés años. Entonces como ahora queríamos romper el cerco de silencio que se ha dispuesto sobre una vida y un pensamiento que están por rescatar en un tiempo cercado de pasado.
Hoy, 04 de marzo, a los 108 años de su nacimiento, la volvemos a publicar, con la intención de que despierte en sus lectores anhelos de conocer a este joven tocuyano que, armado con su idealidad avanzada, y en medio de una tiranía que no le perdonó ni su actividad política, ni su pensamiento de avanzada, supo sembrar en este continente infinitas semillas de porvenir que aún aguardan para germinar.
Pío
Es como si el mundo se hubiese convertido en una inmensa sepultura. En un oscuro calabozo. Y los hombres hubiesen olvidado que más allá de los muros amanece cada día renovada la vida. Que más allá de los ruidos, la naturaleza desgrana su concierto de hojas y alas. Que más allá del horror están los sueños. Y más allá de la quietud el corazón aguarda el territorio exacto en el que habrá de desplegar su oficio aventurero y peregrino.
Es como si el tiempo sólo hubiese servido para cambiar de traje a los tiranos, de nombre a los carceleros, de rostro a la opresión. El gallardete de la muerte que se quiso aferrar a tu nostalgia viajera, a tu nave de arcones piratas, a tu melancolía colmada de infinitos, se enseñoreó sobre esta tierra, sin que le hubiesen dado batalla. Ya lo habías intuido desde tu combate solitario y desigual. Y lo habías advertido para que se redoblara la pasión libertaria, la aspiración justiciera. Pero adivinaste, más que la fortaleza del enemigo, la fragilidad de quienes lo adversaban, y pudiste prever el porvenir inmediato en el cual se acordarían los bandos opuestos y se reconciliarían las ideas en pugna. Por eso, Pío, sé que hoy no sentirías asombro alguno, porque vi muchas veces posarse en tus ojos, como pena de aguacero, la certeza de que los hombres no habían aprendido aún tu canción de guitarra y amapola.
Es como si se hubiese enterrado la esperanza. Y por eso, Pío, hoy he venido a buscarte una vez más, porque necesito las cuatro rosas de tu pecho, la banderola de tu amor, y tu palabra de tallo de maguey, para hacerme viajero de la noche hasta la mañana aurorada en que te encuentre de pie, celebrando la victoria.
Por eso te escribo hoy con la voz oscura de estos tiempos, pero con la dúlcima alegría de haberte conocido, de haberme detenido en tu tristeza, en tu pasión, en tus inmensas ganas de vivir. Y querer prolongarlas, multiplicadas en la vida que otros te inventarán, en la que repartiremos el saco de confetis de tus besos, las canciones que el sol dibujó sobre los ríos claros de tus años y los amaneceres que me construí moldeados desde tu puro corazón.
Pero ¿cuál carta habré de escribirte primero? ¿Cuál he de contestar? ¿La que me escribiste en día de tu partida, cuando recorriste los campos de tu tierra, los azahares de tu huerto, los muros de la vieja casona, el abrazo de la madre, los muebles de tu cuarto, para emprender la aventura de ser un hombre a la medida de tu corazón? ¿O las que me escribías, apoyado en el viejo piano del ‘Júpiter’ mientras soñabas a ritmo de brisa y colibrí? ¿O aquellas en que las letras saltaban al compás de las piedras del camino, mientras conducías camiones relucientes de polvo y metal? ¿O aquellas misivas pequeñitas, escritas a las orillas de los libros que devorabas en la biblioteca de Don Bartolomé?
Recuerdo las que enviaste desde la flor de la caña y la miel de su tallo, donde te colmaste de toda la dulzura que después te fuiste a repartir a manos lenas. ¿Contestaré a aquellos primeros versos en los que amoroso dibujaste versos de azúcar y confituras de amor? ¿O, Pío, a los primeros sonrojos de tu corazón enardecido de justicia, desbordante de libertad? Llevo grabada la dimensión del sueño, la decisión del combate, la convicción honda de que la vida triunfará sobre los tiranos. Y tengo envuelta entre hojas de membrillo y azahares tu mirada limpia, de lluvia y manantial, derramada sobre los tiempos, como una canción que no ha sonado todavía.
Son tantas las cartas. Pío, que es como si hubiesen llegado todas juntas. Como si de pronto una mágica y milagrosa solución hubiese mojado los papeles haciendo aparecer por doquier el trazado nervioso de tus letras. Cartas que me sabía de memoria porque cada noche me las recitaba la brisa. Cartas que algún menguante dejaba en silencio hasta la próxima creciente. Y cartas nuevas, venidas de todos los sitios donde sé que estás, repartiendo besos de caramelo y la rosa de los vientos de tu amor iluminado. Cartas que suenan a espigas que crecen, a zumo de caña que se destila, a vertiente de agua clara.
¿Cuál habré de contestar primero? ¿A las muchas que me escribiste desde cada puerto al que arribaste, cada casa amiga donde fuiste a hacer posada? ¿Desde cada bajel que te llevaba de nuevo, sin rumbo fijo, buscando conjurar los males, dejando la simiente siempre renovada de tu dulzura? ¿O aquellas en que hacías profesión de fe militante, en que entregabas tu pecho, como rosa abierta a los disparos del enemigo? ¿A las del poeta enamorado de todos los amaneceres de la vida? ¿A las del hijo que se detuvo en las embusterías de la madre para inventar viajes nunca antes imaginados? ¿A las del hermano amoroso, las del amigo oferente y solidario? ¿O, Pío, aquellas desgarradas, terribles en que fuiste diseñando la medida de la muerte que otros quisieron entregarte, sin saber que no podrían destruir jamás la canción que salía inmenso de tu corazón?
Ocurre Pío que también mis cartas han ido al encuentro de las tuyas. Y hasta he tomado prestado cartas y versos y palabras que he recogido para enviártelas prendidas de un anochecer, o adheridas a las grietas de los muros, para colarme hasta tus sitios con el olor de los campos. Cuántas no te he escrito, Pío. Cuántos mensajeros no he tenido para hacerte llegar señales de almíbar y cantos de guerra que sostuvieran tu vigilia, acompañaran tus horas. Cuántas veces, Pío, no me doblé hasta los pliegues de los ojos de la madre para junto con ella llevarte o mi modo de quererte y detenerme sobre las neuralgias que se asentaban en tu frente, esparciendo una canción de cuna para tus aventuras.
Cartas arrugadas y dobladas muchas veces para burlar la vigilancia y las requisas. Papeles mágicos y encantados que la alquimia transmutaba en un hermoso mapa de paisajes. Cartas que el fuego enemigo quiso volver cenizas y que convirtió en antorchas. Cartas de amor sin carceleros. Cartas que no fueron leídas ni escuchadas pero que anduvieron en el correaje del tiempo, tocando a tu puerta y a la mía, asomadas en las risas de los niños, en los ojos de la madre, en la melancolía de la novia, en la convicción del combatiente, a orillas de todos los sueños.
¿Sabes? Estuve entre los manifestantes reprimidos de Panamá y entre los rostros de los hombres de pueblo que recorriste, enastada en el pecho la banderola roja de tu amor. Contigo navegué el Mar de Dairén hice travesía por todos los puertos, con tu inquietud de poema comenzado. Te acompañé a las reuniones clandestinas, en las detenciones y las salidas apresuradas. Hice de aprendiz de tipógrafo y me anduve entre los inmensos rodillos que fabricaban los diarios, adherida a tus crónicas, tus reportajes, tu verso submarino y musical. Y contigo me fui hasta las fronteras, buscando una trocha, un piquete, que condujera al centro mismo de la tiranía.
Estuve en tus botas claveteadas de agricultor e hice mi aprendizaje de la vida en las hazañas de las que fuiste floricultor. Estuve mientras se cuajaba el maduro verdor de las sementeras en sazón, entre cañamelares y maizales, haciendo camino de arado, señal de azada sobre la tierra. Estuve en el agua del arroyo que bebió el campesino con sus manos y entre los versos primeros que manaron del Tonel de Diógenes. Estuve junto a ti cuando escuchaste, venida de la cresta del monte, resonar la melodía de la vida que hizo morada en la cima volcánica de tu corazón. Estuve entre los primeros libros socialistas, en las discusiones en las que tu emoción fue dibujando una historia del hombre distinta. Y estuve en tu convicción revolucionaria, en tu certeza de que la decisión significaba una entrega abierta y sin reveses. Y estuve en la alegría que siempre acompaño tu combate.
Estuve en las mismas alas del avión de Lindbergh. Y si no estuve en el cortejo de la Reina Beatriz I, sí estuve Pío en el silencio emocionado que recogió tu verso de indio tocuyo. Y estaba a tu lado cuando te prendieron y te llevaron y te encerraron. Estaba alí entre los estudiantes, en el castillo, recibiendo tus clases diarias, tus charlas al anochecer, tu lección de idealidad avanzada, haciendo de clavo y soporte para el paño rojo de tu carpa. Y cuando te dejaron solo, me oculté entre las telas desgastas del viejo catre, para acompañar el ritmo de tu tos. Y estuve en el espasmo de tu respiración. Y me escondí en las ampolletas con las que dabas la batalla a las fiebres y las infecciones. Y ¡ay! Pío me aferré a la repisa aquella que se llevaron los verdugos y entre las cenizas eché a correr la pena de no ser fragua y vendaval. Estuve en el Toque de Animas de Alcides. Y me ovillé entre los grillos queriendo hacerlos más livianos.
Estuve sentada a la mesa de tus afectos los 24 de diciembre y nunca llegué tarde un año nuevo para ser mensajera de tus bienaventuranzas. Estaba, Pío, entre quienes prolongaron tu vida con el afecto que te derramaron. Junto a ti, en el banco del parque, donde salías a enviar recados de rocío. En el barrio Namur, bajo un candil que se agigantaba para no dejar apagar tu rumor. Candil que la muerte quiso secar que sólo pudo convertir en fogata. Y estoy, Pío, entre quienes hoy seguimos prolongando por siempre y para siempre tu claro sentido de la vida, tus sueños hechos a la medida del hombre, tus besos de caramelo y tus versos de cañamor.
Prendida estuve entre las cuerdas de tu garganta para sostener la voz rota en la que resonaban aún melodías maravillosas. En la delgadez de tus manos de sembrador y artesano. En el paso rápido de la madre que convirtió tus quebrantos en suspiros de brisa. Debajo de los almohadones que la ligereza de tu cuerpo apenas doblaba. Y estuve de pie entre tus risas primeras, en el gesto que regalaste a la novia y en el amor que ella te entregó como un estandarte que habrías de llevar a donde fueras. Estuve entre las ventanas abiertas por donde te asomaste al mundo. En el ruido de las multitudes, en tu tristeza y en tu esperanza. Signos clandestinos que sólo el corazón sabe descifrar.
Estuve, Pío, en los rayos del sol que se hicieron arcoiris para siempre en la cuenca de tus ojos. En las guirnaldas de flores que trenzó el amor de los campesinos. En la tierra que se hizo surco, nunca sepultura. En el largo llorar de la madre y en el lago vivo que nunca se hubo de colmar. Estoy en el futuro y en el camino que recorres. E la sonrisa con la que venciste el dolor. En la caricia, Pío, de balada. En los horizontes que no se cuajan jamás. En tus deseos infinitos de vivir. En los pechos socialistas que habrán de abrirse en macetas de rosas.
Y por todo eso vine hoy a escribirte, Pío, he venido a buscarte. Porque si otros tal vez quieren ejercer de sepultureros, yo indico los surcos por donde has de crecer una y otra vez. Los sitios en los que estás, altivo e rostro, oferente tus manos, dúlcima tu mirada. Los campos de batalla en los que están junto a los fusiles que disparan y junto a los que tus manos recogen para que sólo sirvan para construir la vida, que no la muerte. En las cárceles y las mazmorras donde tu presencia es arroyo claro y flor de caña. En los campos llenos de sol en los que eres espiga y colmena. En los espacios abiertos, iluminados de luna, en los que eres el amante para los hijos que habrán de nacer, para edificar la vida inmensa. Yo doy tus señas, Pío, para que otros como yo vayan a tu encuentro. Que necesitamos como nunca tu afán aventurero, tu templanza de indio tocuyo y tu dulzura de confitura de merey, para irrumpir en la oscuridad con los hilos de fósforo de tus días de yunque y fogata.
05 de octubre de 1983
mery sananes