Este texto lo escribimos en febrero de este año.
Nuestra incapacidad histórica para avanzar en dirección a la vida, así lo demuestra. Hemos construido a través de los siglos una sociedad para la muerte y un hombre que está muy lejos de desarrollar su esencia humana.
Y no me refiero sólo a los desvalidos de la tierra, sino a quienes rigen la dirección de este planeta desde sus cuarteles de acción y pensamiento.
La vida registra hoy un retroceso de tal magnitud, que ya muy pocos nos preguntamos por ella. Pertenece a una especie de ficción de la que algunos mantienen alguna remembranza.
Hemos sido convertidos, con nuestra aquiescencia-complicidad, en engranajes de una maquinaria de muerte y destrucción que tiene todos los signos y dimensiones y un solo propósito: acallar, extinguir, arrasar con lo que pueda quedar de esperanza de vida.
Así el planeta muerte puede terminar de morir, mientras aquellos que se consideran dueños de una vida a la que no han tenido acceso jamás, despegan sus atroces naves hacia periplos inéditos para ir a sembrar su muerte en nuevos territorios.
Lo mismo ocurre con la palabra. Y, cuando llego a la conclusión de que la única voz con algún sentido en este tiempo es el silencio, me dedico, hecho insólito, a escribir esta nota. Tal vez con la intención de que quede el testimonio de una certeza que sólo parece moverse en la ausencia de palabras.
La palabra, como la vida, o se refunda, o seguiremos comunicándonos con un lenguaje que nada tiene que ver con lo que quisiéramos ser o decir. Continuaremos nutriendo de muerte una vida que no alcanzamos.
Entre tanto ruido, ninguna palabra, por más sonora, hermosa, transparente o lúcida que sea, tiene posibilidad alguna de trascender hacia los espacios del vivir. Deambula, entremezclándose con la muerte, hasta ella misma desparecer o convertirse en su signo.
Así que hoy imaginé un mundo en el cual los periódicos tuviesen todas sus páginas en blanco, las emisoras sus transmisiones en silencio, las pantallas sin imágenes, ni para informar sobre las últimas masacres ni sobre las últimas inversiones. Los cuasi-hombres que somos sin pronunciar palabra alguna.
Tal vez entonces comencemos a comunicarnos, a leer en la pupila del otro la trágica dimensión de nuestras propias carencias y con un abrazo emocionado, a la manera vallejiana, sellar con él un pacto de hermanos, sin otra palabra que el gesto luminoso de una sonrisa, que no esté atada a prebenda ni promesa alguna, sino al sueño de una humanidad que aún no conocemos.
Una humanidad que parece expresar su búsqueda de vida-realización en la confrontación nuclear que desde ya nos toca. Con las nuevas cruzadas del fanatismo. En medio del terror galopante que impulsan y mantienen los imperios de la desolación.
Todo se expresa con el bullicio de la perversión de los fabricantes y beneficiarios de la miseria.
Y no hay ninguna aproximación al hombre. Por ello la palabra sigue acusando la necesidad del silencio capaz de inventar un tiempo para ejercer un oficio hasta ahora desconocido: VIVIR!
12 de febrero del 2006.
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